Nada me ha marcado tanto como lo hicieron mis veranos de mi juventud, en Bárcena, la finca familiar, que eran eternos hasta que un día acababan, y que eran etereos, una dimensión completamente distinta a la vida en Siria. Ahí, yo era un niño español, cada día era completamente libre, podía ir lo más lejos posible y no encontraría rastros de colegio ni de problemas ni de nada, solo podía llegar a la verja que nos separaba de los toros por un lado, y una carretera si siguiese por el otro. Siempre serán un sueño.
En los veranos de mi juventud, tostándonos bajo el sol andaluz, los primos y un labrador, Samba, ahora vieja y ciega, emprendíamos viajes hacia el punto geodésico, en la colina más alta de las tierras de Bárcena, cerca de Morón de la Frontera.
Saldríamos por el jardín de la casa de la abuela, pasando por al lado del pino gigante que nos daba sombra y piñones para recoger, ya fuese en tierra o buceando en la piscina; los piñones buenos se hundían. Los malos eran los que flotaban junto a los bichos muertos y las agujas del pino. La piscina era grande, y al llegar siempre estaba vacía. Un año, hubo ratas, que se ahogaron al llenar la piscina. Ahí aprendí nadar. De noche, los murcielagos se lanzarían hacia el agua, bebiendo del cloro. De vez en cuando nos bañabamos a medianoche, encendiendo un foco, pero el frio y el miedo nos hacían durar muy poco en el agua nocturna.
Bajabamos a los olivares, llenos de arena, y caminabamos entre las filas de olivos. Cruzabamos lo que en invierno era un riachuelo, que ahora era solo tierra seca y agrietada, con plantas largas que crecían alrededor.
Muchas veces eran plantas de regaliz, que se podían cortar y chupar- un sustituto a las chucherias que no se encontraban en nuestras caminatas. Otras veces, eran plantas con frutos verdes ovalados, que, golpeados de cierta manera, se defendían echando un dinámico chorro de agua. También había cesped largo, y cañas de bambú, que no sé de dónde provenian. Esta, junto a los olivos y girasoles, era la flora del lugar.
En el sitio donde crecían tres "bosques" de cañas construíamos pueblos, cuya moneda y comida siempre eran los piñones. Cada primo desempeñaba un papel en el pueblo-una vez, en un día ventoso, fui cura- y una vez todos los habitantes del pueblo fuimos piratas. A Gabriel, el que cuidaba de los olivos, no le hacía mucha gracia que construyeramos, porque luego las cañas bloqueaban el paso de su tractor.
Al pasar los bosques de cañas, seguíamos paralelos al riachuelo seco- donde en el invierno habitaban ranas, serpientes y tortugas- y llegabamos a un sendero. A la distancia, se veían los tres pinos, que por lo visto habían estado enfermos por años, y otra finca, no Bárcena. Adelante nuestro, crecían millares de girasoles, y la tierra se alzaba en una colina que culminaba con el punto geodésico.
El punto geodésico no era ninguna maravilla de la arquitectura. Más bien era una estructura de hormigón armado con unas grapas de hierro que servían de escalera. Tengo entendido que marcaba un grado de latitud y altitud, o algo así. Subiendo sus dos metros de altura, te podías sentar y admirar la infinitud de los olivos que se extendían hasta el horizonte.
Lejos se veía Bárcena, donde estaban mis padres, los abuelos y los tíos, y aún más lejos estaba Morón (no lo recuerdo en mi mapa mental de la zona). Ya el resto del mundo era impensable-- Sevilla, España, Europa, Siria, Damasco, todo existía en una realidad alternativa, que era pecado recordar hasta el día que se volvía hacia la ciudad, para tomar el avión que nos llevaría a Madrid, donde nos esperaba otro avión hacia el Medio Oriente.
Pasado un rato, despues de comer nuestros bocadillos de nocilla y tomarnos nuestros batidos, alzados por encima del mundo y lejos de todo, volveríamos a bajar la estructura de hormigón para volver hacia el cortijo. Esta vez, entrabamos por la puerta delantera, una puerta de madera verde, de dos metros de ancho y cuatro de alto, pasando primero por los naranjos y limones del patio delantero, donde de día, recogíamos limones para hacer limonada y vendersela a nuestros familiares por un euro facil. De noche, ahí jugabamos al escondite. Eso podíamos hacer después de la excursión a lo alto de la colina.
"Un, dos, tres, PIES." Se salvaba uno de quedarla, se salvaba otro, álguien hacia de comodín y así se elegía al que tendría que buscar a los demás. Mientras ese contaba, los otros corrían a desaparecer detrás de macetas, dentro de arbustos o subidos a la copa de un naranjo. Si álguien te seguía, lo echabas; regía la ley del más fuerte.
Cuando nos llamaba la abuela, el abuelo, o mamá, o papá, o algún tío, entrabamos, bajo un arco que tenía una virgen en la pared, y una farola negra colgando del techo, rodeada de polillas revoloteando. Correteaban a tus alrededores las sombras alargadas de lagartijas, que se podían atrapar, mientras no las agarraras de la cola, que ellas desprendían con facilidad. Entonces nos encontrabamos en el patio central, con un pozo de agua en el medio, y las casas a los lados, que tenían ventanas largas y andaluzas, con persianas verdes, y jazmines y enredaderas con flores rojas en las paredes.
Muchas veces, al atardecer, se podían recoger los jazmines cerrados. Estos se abrían de noche, y el olor ahuyentaba a los mosquitos. Dentro de las plantas de jazmín y las enredaderas se oían trinar a miles de pájaros, gorriones, y si la sacudías, o le pegabas un pelotazo, salían todos en vuelo.
El cielo veraniego era espléndido, y, aunque las puestas de sol eran increibles, cuando más lo disfrutaba era en las noches que salíamos a ver las estrellas. Entonces, con las mellis, las primas segundas con las que jugaba de chico, (no se si ellas disfrutaban, porque yo era bastante mas pequeño que ellas, y podría haber sido una plasta), y con María, hija de Gabriel y Mari, saldríamos en pijama, después de cenar, a tirarnos sobre la piedra con forma de medialuna que había cerca del arbol donde de día hacíamos casas con piedras y mantas por paredes y muebles. Un año, mientras construíamos, se nos acercó una cabra extraviada, y la llevamos hacia el patio del cortijo. Otro, me encontré un escarabajo pelotero dentro de un "florero" de nuestra cabaña -- un ladrillo con flores metidas en los huecos-- y se convirtió en mi mascota.
Alli, en la piedra, cerca del arbol, tirados en la noche, el mundo se hacía pequeño. Solo se veía la oscuridad negra y las estrellas, y se oía solo nuestras voces y las de los grillos. Jugaríamos a identificar constelaciones: las tres marías, las osas mayor y menor, el cazador; y el silencio se apoderaría de nosotros. Me hablaban solo los sonidos nocturnos, y la infinitud del cosmos se desplegaba frente a mis ojos, sentía que caía.
Solo así podía ver que teniendo los problemas que tuviera (tenía miedo a crecer), durara el verano lo poco que duraba, y aunque terminase todo, el universo seguía, y aunque yo no era nada, a la vez lo era todo; el universo era la suma de todas las cosas individuales que cabían en él. Por más que el momento pasara, siempre seguía. Alli arriba, nada cambiaba, y eso me daba la certeza de que sí existe un Dios, y este es el flujo del universo mismo, las expansiones y contracciones que lo impulsan. Aunque llegase Agosto, aunque tuviese que volver, aunque algún día me tuviese que mudar, que crecer, aunque, sin saberlo conscientemente, algún día no tendría Barcena, y no volvería cada verano con mis primos, todos pequeños, todo seguiría ahí, en el universo y en mi memoria.
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